Abril con Brigitte Bardot, pero sin cines
No cabe duda de que no habrá otro abril como el de 2020. En mi caso, porque lo he pasado encerrado con Brigitte Bardot. Una de las musas de la Nouvelle Vague francesa, como sabrán. Concretamente, con la mismísima y radiante Brigitte Bardot de los años sesenta, para más envidia de todos. Durante este extraño mes de abril, me ha dado la bienvenida a cada nuevo día. En un exquisito francés, por supuesto, que siempre suena mejor. Lástima que se tenga que ir el próximo jueves 30. Lástima que su presencia haya sido poco más que un espejismo, solo una hoja del calendario (de la revista Fotogramas).
El mes que viene vendrá el bueno de Dustin Hoffman, que está claro que es otro tipo de compañía, pero igual de interesante. Seguro que me deja prestado el Óscar que obtuvo por su personaje en Rain Man, la cual he descubierto estos días de cuarentena y en donde cumple a la perfección el papel de autista. Además, ya me froto las manos con el mes de julio, por si Kim Basinger deja que le unte crema solar en la espalda o me dedica uno de esos bailes que tan bien se le dan en 9 semanas y media. Pero me temo que eso será mucho pedir. Tom Hanks llegará a mi piso en agosto. Por si fuera poco, en octubre, cuando dicen que repuntará la pandemia del coronavirus, estaré con una tal Winona Ryder en sus tiempos mozos, no sé si les suena. Y para cuando acabe el año intentaré que Keira Nigthley se quede prendado de mí. Lo haré con mensajes escritos en cartulinas. Sé que soy poco original, pero en Love Actually surtió efecto.
Pero me estoy yendo por las ramas. Como les decía, el mes de abril lo he pasado con Brigitte Bardot. Aunque no lo he pasado ni un solo día en el cine. Y eso también es una lástima.

Foto: Brigitte Bardot, en el rodaje de ‘Una vida privada’ (Louis Malle, 1962), es la imagen que protagoniza mi mes de abril.
No recuerdo cuál fue el último mes en el que no acudí ni una sola vez al pase de una película en una sala. Supone un ejercicio de memoria loable para el que no estoy capacitado. Estoy confinado y sin tiempo para hacer prácticamente nada. Nótese la ironía. Tampoco recuerdo cuál fue la primera vez que acudí a un cine. Seguramente, ocurrió acompañado de mi madre, siendo todavía un crío.
Sobre la primera sesión de la que tengo consciencia, debo decir que hasta hace poco pensaba que se trataba de la apocalíptica El día de mañana. Pero estaba equivocado. Y, a decir verdad, no saben cuánto me alegro de que sea Buscando a Nemo y no esa. Sentado en las primeras filas (se veía que aquello estaba a rebosar), junto con algunas de mis primas. Imposible olvidar la tremenda bocaza del tiburón Bruce y el inigualable encanto de Dory.
Las primeras veces de después son mucho más nítidas.
Como la primera vez que fui a solas con una chica que no era precisamente una amiga. Fue para ver Los juegos del hambre. El título fue premonitorio de lo que ocurrió durante y después de la cita. Sin entrar en más detalles, ya se imaginan. Incluso puede que lo hayan experimentado en primera persona.
Se dice mucho que en el cine puede ocurrir de todo y muy poco que en los cines también. Y lo cierto es que pasa de todo.
También logro tener presente la primera vez que fui solo. Coincidió con mi primer pase de prensa, en los Cines Verdi de Madrid. Se proyectaba La librería. Posteriormente, había programadas una serie de entrevistas con la directora, Isabel Coixet, y la protagonista, Emily Mortimer. Al final, la cineasta se ausentó porque se acababa de romper un brazo y lo tenía escayolado. Pero nadie me robó mis escasos diez minutos con la intérprete de Match Point o Shutter Island, transcurridos entre preguntas y respuestas en un inglés bastante aceptable y resolutivo he de decir. El mío, claro. Tras aquel encuentro, puedo afirmar que la señorita Mortimer tiene el mismo sentido del humor que el resto de los británicos. Es decir, bastante escaso. Parecía una estatua sedente y lo digo con todo el respeto hacia las estatuas sedentes. Eso sí, fue muy cordial y profesional.
Tras La librería, la práctica de ir con la compañía de conmigo mismo fue cada vez más frecuente, menos vergonzosa y más placentera. Mi consejo es que lo prueben alguna vez si no lo han hecho. Si te lo tomas en serio, es más barato que un psicólogo. Desconozco una relación tan o más beneficiosa como la de la vida y el cine. Para todos es sabido que la realidad inspira la ficción. Pero creo firmemente que el cine también ayuda a comprender nuestra existencia y la hace más placentera. “El cine es un espejo pintado”, solía decir el director italiano Ettore Scola. Pues eso.
De hecho, algunas veces pienso que me gustaría ver plasmada mi corta vida en una película para poder tener un punto más crítico sobre ella. En la forma, sería muy parecida a Boyhood. En el fondo, está por ver. Pero no he venido aquí a ser duro conmigo mismo.
En el último mes, no se ha estrenado ninguna película en las salas españolas. Y eso me ha llevado a revisar la hemeroteca, a imaginar qué otras películas nos hubiésemos perdido si este estado de alarma nos hubiera pillado en el mes de abril de años predecesores, a fantasear con qué obras cum laude se hubiesen extraviado y los bodrios que nos hubiésemos ahorrado. Aunque evitaré hablar de estas últimas.
En lo que llevamos de siglo, debo manifestar que hay buenas noticias. Apenas hubiéramos lamentado la ausencia de Plan oculto (12 de abril de 2006), de Spike Lee, la película que años después inspiró el fenómeno mundial de La casa de papel. Esto solo tiene una lectura: efectivamente, se produce mucho más, pero atendiendo mucho menos a la calidad del producto.
Unos años antes nos hubiéramos perdido la película con la que Pedro Almodóvar se llevó el Óscar, Todo sobre mi madre (16 de abril de 1999), o la ópera prima de un incipiente Alejandro Amenábar, de apenas 24 años de edad: Tesis (12 de abril de 1996).

Foto: Meg Ryan y Billy Crystal, en la escena más famosa de ‘Cuando Harry encontró a Sally’ (Rob Reiner, 1989).
Pero la cosa se pone más fea según vamos retrocediendo en el calendario. El 27 de abril de 1990, se estrenó Cuando Harry encontró a Sally. El famoso orgasmo de Meg Ryan en medio de una cafetería abarrotada ni siquiera es lo mejor de una de las comedias americanas por excelencia. Pensándolo mejor, dejémoslo simplemente en una de las mejores comedias.
Sin embargo, las décadas de 1970, 1960 y 1950 serían las más terroríficas. De un plumazo diríamos adiós a la caricatura periodística de Primera plana (30 de abril de 1975), de Billy Wilder, que ya había sido llevada a la gran pantalla por Howard Hawks en Luna nueva, y a El golpe (14 de abril de 1974) realizado por Robert Redford y Paul Newman.
Dustin Hoffman, del que ya hablé al principio, tampoco habría sido quien es hoy sin el éxito de El graduado (29 de abril de 1969). No menos traumático sería el extravío de dos dramas judiciales superlativos: Matar a un ruiseñor (16 de abril de 1964), este protagonizado por Gregory Peck, y ¿Vencedores o vencidos? (22 de abril de 1962), sobre los juicios celebrados en Núremberg a oficiales nazis tras la Segunda Guerra Mundial.
Hasta la vista también a una obra que engendró un nuevo género cinematográfico: Psicosis (2 de abril de 1961). Al respecto, solo he encontrado una crítica negativa. Dice así: “Sus explicaciones parecen bromas de un hombre conocido por recurrir a esas tácticas en películas anteriores. La consecuencia es que el desenlace fracasa”. El “hombre conocido” al que se refiere es Alfred Hitchcock. El maltrecho Bosley Crowther, articulista de The New York Times, debió ver la película con los ojos vendados. Y, aun así, tampoco se comprende.
Para ir terminando, citaré brevemente que tampoco hubiéramos disfrutado de Las noches de Cabiria (16 de abril de 1958), de Federico Fellini, Atraco perfecto (4 de abril de 1957), de Stanley Kubrick, o Eva al desnudo (12 de abril de 1952), de Joseph L. Mankiewicz.
Ni de Charles Chaplin en Luces de ciudad (4 de abril de 1931).
¡Ni de Charlot en Luces de ciudad!
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