Nostalgia de glorias pasadas
- “Entre todos lo mataron y él solo se murió”.
Dicho popular.
Cogí una de esas cámaras de vídeo antiguas, aunque entonces no lo era. Grababa sobre una cinta. Se la habían regalado a mi padrino hace relativamente poco por su 50 cumpleaños. Era una tarde de domingo y estábamos paseando en familia por una de esas rutas que combinan mar y montaña que tanto me gustan. Entonces, yo, con apenas diez años, comencé a grabar todo lo que sucedía a mi alrededor. Empezando por mis más allegados, a los que les hacía preguntas sobre el paisaje inigualable de las Rías Baixas.
Poco tiempo después, en mi primer y único crucero hasta el momento, por el mar Mediterráneo, con esa misma cámara, hice mis primeras entrevistas no profesionales. Mi padrino, de nuevo, y un viejo amigo de la familia fueron mis víctimas. Esta vez se trataba de elegir favoritismo entre las dos grandes ciudades italianas que acabábamos de visitar: Roma y Florencia (mi respuesta hoy sigue sin aclararse). Aún guardo dicho documento gráfico con especial cariño.
Con este historial, debí pensar en dedicarme al periodismo de viajes. Sin embargo, en un primer momento, me incliné por el deportivo, que, cuando era un adolescente, pensaba que se ceñía únicamente a retransmitir partidos, tal y como yo hacía con mis equipos en la videoconsola. Más tarde descubrí que no era así y a mis conocimientos deportivos, muchos de ellos adquiridos tras pasar horas acompañado del transistor escuchando carruseles y programas nocturnos, sumé una especialización que es la tercera pata de mis pasiones: la cultura. Todo empezó estando en mi etapa escolar, administrando un blog en el que recogía grandes éxitos musicales de los años 60, 70 y 80. Y, más adelante, devorando tarde tras tarde la filmoteca del padre de uno de mis mejores amigos.
Siempre me gustó escribir. Y mi motivación siempre fue esa, reportajear, nunca tuve especial interés por posar delante de una cámara, lo cual no significa que no estuviera dispuesto a dar la cara. En mi infancia, por cada cumpleaños familiar, o por cada gran acontecimiento familiar, aparte de imitar los bailes de Chayanne, Michael Jackson o los chistes de Eugenio, lo cual demuestra que siempre fui un viejoven, dedicaba una carta al congratulado.
El rumor de que me iba a dedicar al periodismo se convirtió en una evidencia y más tarde en una realidad.

Foto: Robert Redford y Dustin Hoffman encarnan a Bob Woodward y Carl Bernstein, dos periodistas del diario The Washington Post, en ‘Todos los hombres del presidente’ (Alan J. Pakula, 1976), cuya investigación desembocó en el ‘caso Watergate’, que provocó la dimisión del presidente Richard Nixon.
Yo nunca he vivido la edad de oro del periodismo, en la que el periodista viajaba en primera clase, en el mar de la credibilidad. Y no me refiero a ningún asiento de ningún medio de transporte. De haberlo sabido cuando cumplimenté la hoja de acceso a la universidad, mi decisión no hubiera cambiado, pero eso no quiere decir que no añore los mejores momentos de una profesión que claudica y languidece ante los poderes políticos y económicos, complaciendo y publicando informaciones que solo interesan al establishment, alejándose cada vez más de los intereses del pueblo, y que surfea en la ola del gobierno de turno.
Lo cuenta muy bien David Jiménez, exdirector de El Mundo, en El director. Su libro, que he leído estos días, es tan real que parece una novela (eso sí, al tratarse de un relato en primera persona, cabe resaltar que los sucesos no tienen por qué ser completamente veraces).
Yo ya había oído campanas, algunas sonando bastante cerca, pero Jiménez desvela secretos e intrigas de un cargo y un periódico concretos, muy extensibles a cualquier otra redacción, que tendrían que escandalizar y remover la conciencia de cualquiera, la del más experimentado periodista y la de una persona completamente ajena a ese mundo. Aporta nombres contemporáneos y dedica sus memorias a los futuros periodistas, aunque es igual de recomendable para el resto de los mortales.
El periodismo de hoy debería mutar su nombre o al menos ponerse un apellido, para diferenciarse históricamente de lo que fue su padre, de los logros y la influencia de su antecesor. Aunque no me gusta generalizar, el rigor y el pulso informativo se quedaron enterrados en los acontecimientos que narran de forma fidedigna películas heroicas como Todos los hombres del presidente, El dilema, Buenas noches y buena suerte, Spotlight o Los archivos del Pentágono. En todas esas versiones el periodismo era conocido como el cuarto poder, o el contrapoder, y ahora no es más que una pata que lo sostiene, accediendo a concesiones (y subvenciones) a cambio de favores deontológicamente imperdonables.
Con todo, lamentablemente, la suerte y el porvenir de un periodista hoy depende de todo menos de hacer bien su trabajo. En esta profesión, como imagino que sucede en muchas otras, y en la vida real, crecen más y más rápido las malas hierbas que los bonsáis. Por eso, bajo mi criterio, el buen periodista será siempre el que mantenga una relación de amor-odio con su trabajo. Amor por el oficio de contar historias. Y odio por ver cómo se prostituye.
Pero, si en todo este tiempo algo no ha cambiado es la falta de autocrítica, porque es un sector que se ahoga en el ego e individualismo de sus profesionales. Lo dice en su libro Jiménez: “A los periodistas nos gusta contar una buena historia, pero no la nuestra”. Las intimidades de una redacción apenas traspasan los corrillos de periodistas, donde, al mismo tiempo, se recitan monólogos con pasión desbocada y otros que combinan tremendo cabreo y desilusión.
Solo citaré otro de los problemas del periodismo actual que considero capital, por no alargarme demasiado. Además del intrusismo, el de gestores y empresarios que quieren hacer de periodistas, que ojalá solo cometieran faltas de ortografía, o el recelo a adaptarse y bien al mundo digital (“internet va a matar al periodismo”), es que no ha sabido acostumbrar a sus lectores al periodismo de verdad. El público solo lee lo que quiere leer y rechaza lo que no le gusta. El forofismo, habitual en deportes como el fútbol, ha invadido nuestra vida diaria, y eso involucra también al periodismo. Con la tele pasa lo mismo, basta un ejemplo: la gente ve informativos que reafirman sus ideas. El de Antena 3, los de derechas. Y el de la Sexta, los de izquierdas. Ambos se reparten el pastel, pero todo se lo come Atresmedia. Sobre esto vuelve a acertar Jiménez: “La verdad tiene muchos amigos, pero muy pocos sinceros”.
Qué grandes periodistas son aquellos los que dicen lo que estoy deseando escuchar, pensarán algunos. Cuánta nostalgia de glorias pasadas, pensarán otros. Qué peligro corremos de enfrascarnos en la melancolía si nos distrae y no nos sirve como motor e ilusión para cambiar el panorama, pienso yo, pese a que el miedo a las represalias es más alargado que nuestra sombra y la cuerda de la precariedad se tensa cada vez más.
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